Todos tenemos dos yos. Pensamos en nosotros como una única persona, pero en realidad en nuestra mente hay dos personalidades que conviven entre sí.
Por un lado está el yo interno. Es el en el que pensamos cuando imaginamos nuestra conciencia. Esa voz interna que nos habla, nos cuenta cómo somos de verdad. Hobbies, maneras de pensar y ver el mundo, opiniones, intereses. Pero… parece que este es el único yo, ¿verdad?
En realidad este yo interno tiene que convivir con el yo externo. Este es con el que interactuamos con el mundo, es decir, con el que nos relacionamos con los demás. Podemos comparar el yo interno con un diamante de múltiples caras. En función de la situación, el contexto, y las personas con las que nos encontramos muestra una parte de nuestro yo interno.
Es difícil, o imposible, estar en una situación en la que podamos mostrar todo el yo interno. En general, tendemos a mostrar lo que se considera “aceptable” en cada situación en la que estemos.
En cierta parte, esto es evidente. No puedes tratar igual a un familiar, un profesor o un amigo. Con cada persona de nuestro entorno tenemos una relación variable, aunque haya ciertos patrones comunes (cómo empatizas, cómo les tratas, qué conversaciones tienes…).
El verdadero problema sucede cuando permites que tu yo externo te controle y olvidas el interno. Desgraciadamente, esto es lo que sucede en la mayoría de personas. Solo viven para el mundo. Sus gustos, aficiones y pensamientos están altamente influenciados por su alrededor. Piensan lo mismo, hacen lo mismo, dicen lo mismo.
Por supuesto, no estoy diciendo que esto no me ocurra a mí también. Muchas veces no podemos mostrar nuestro yo interno porque sabemos que no encajaría en la situación.
Lo único que hay que hacer es no olvidarse de él. Cultivarlo y desarrollarlo por nuestra cuenta. Para ello lo mejor son, por un lado, los libros, y por otro pensar mediante primeros principios.